Ronda de
perdedores
Dibujar cómics para perderse en los días.
Leer libros para educarse a pesar de la escuela. Hacer películas para... Para
nada en particular. Para llegar a los 40 con algo más que un diploma y un
empleo. Escribir libros para tender lazos con los hijos. Todos buenos caminos.
Abrir el libro para comenzar a recorrerlos.
“¿Cómo explicar que tenía esta
sensación baldía porque algo tenía que cambiar y que no iba a saber qué cambio
hasta que pasara el tiempo, lo viera partir o descubriera su ausencia?”. A los
17 años, la vida se muestra falaz, como gran posibilidad, vasto campo de
cultivo. A los 40 y pico, al parecer, todo cambia y es más un negocio cerrado,
una cuenta saldada. De ahí en adelante es un desgaste prolongado, el crujido
lamentable que sale del choque entre las ganas tardías y las horas que restan.
Con 17 años, Tintín y el Sapo, amigos de
toda la vida, saben que la cosa se pasa rápido y entonces es mejor comenzar a
cerrar la mano para agarrar algo que valga la pena, no una entrada a la fama ni
a la historia: apostarlo todo porque, como dice en algún libro sensato, “sólo
los que se juegan su vida tienen derecho a ganársela”. Ambos echan los dados e
invocan la ayuda de los amigos del colegio, los vecinos, el abuelo de Tintín,
la hermana del Sapo y otros tantos, para rodar la historia de Kenegusha, un
samurái que venga la muerte de su maestro, asesinado por un oscuro poder que
controla los destinos de un mundo sombrío.
La narración, hecha cómic por
Tintín, parte de la desesperanza palpable que lo cubre todo cuando los bancos
quiebran, las fábricas apagan las luces y el desempleo toca a la puerta de la
casa: “No tuvimos, como otros, que salir a revolver tachos para comer o robarle
al kioskero del barrio con un revólver de plástico. Pero la sensación de
opresión se sentía en todos lados, la amargura se podía tocar en las sillas
vacías del bar frente a la plaza, o en el olor a encierro del aula del colegio.
Eso quise poner en mis dibujos”.
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